martes, 22 de mayo de 2012

A la orilla del Drawa, alguna vez - César Calvo

Era entonces la vida como una
jarcia al viento, en los altos establos o en la noche
el día de tus aguas
rodeaba mi corazón, y sobre ágiles campos de cebada, tú,
cómplice de mi infancia, Drawa de labios húmedos,
inventabas los juegos y los cantos.
Todo nacía de tu mano azul, todo volaba,
oh río de ojos claros, como un claro milagro.


Detenerte no pude en esos años, cuando
el amable invierno te extendía como una blanca súplica,
limosnero de mis pies y las estrellas,
infatigable y luminoso y cálido, duende
bueno girando en mi alegría bajo los altos pinos
enjoyados como esqueletos de astros; o en el granero, tú y yo
recostados, prohibidos en el heno, hasta que las agujas de los gallos
asediaban mis ojos y el sol se incorporaba
como un convaleciente entre los brazos, brazos de
invierno amable, pecho cálido, prestidigitador
omnipotente: entre tus verdes brazos que
no pudieron tampoco retener esos años, retenerme.


Negra y sedienta hoguera de la memoria en torno
a la cual danzan niños de ojos quemados,
crece hoy en tu lugar sobre las ruinas del
invierno. ¡Cómplice de mis cantos, Drawa de labios húmedos,
oh río de ojos claros como un claro milagro,
ninguna huella dejan mis pies al recordarte:
al igual que tus aguas, el blanco tiempo del amor,
la infancia, se evaporó en los ojos de aquel negro verano!

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